Espero que hayáis disfrutado con su lectura casi tanto como yo con su escritura.
Capítulo décimo. Final.
El Amor hizo nacer el
universo
Crecen las flores y mis
versos.
Más allá de las
apariencias
Se esconde un antiguo
misterio.
Baja el sol buscando su diario descanso mientras
unos críos juegan en la playa haciendo volar sus cometas; unos barcos pesqueros
cercanos recogen con sus pesadas redes los peces del océano mientras cinco
peregrinos les observan echados en la arena y las olas dejan algunas caracolas
vacías entre las algas.
Uno de ellos se levanta en silencio y se acerca
hasta la desembocadura del arroyo cercano; entre las dunas ve llegar a los ocho
compañeros que tanto ha esperado rencontrar. Echa a correr y comienza a
repartir abrazos a diestro y siniestro, y, eso sí, dos o tres besos a cada una
de las chicas. Después les acompaña, playa adelante, hasta el encuentro con los
demás.
− ¡Mirar muchachos! ¡Ver que cuatro parejitas os
traigo aquí! ¡Y cogidos de la mano!
− ¡Al fin, Ñito! Al fin; lo que hace el amor. Laiba
de la mano de un hombre. ¡Qué ven mis ojos! Y Carl es el afortunado
−Se lo agradezco infinitamente. Tengo la pierna
totalmente acalambrada; me tendréis que perdonar. No puedo apenas caminar. El
dolor cada vez ha ido a más.
−No importa, Carl. Si hace falta pedimos unos taxis
que vengan a buscarnos a la playa; ahora siéntate con nosotros y disfruta de la
puesta de sol. Ya queda poco.
−Ya lo veo; pensábamos que nos sobraría tiempo y por
ello decidimos ir a conocer el Faro de Turiñán; hemos llegado a la playa con el
sol ya bajo.
−No os preocupéis, ninguno tenemos ganas de volver a
casa. Cuando se llega al final se está en el fin y hasta entonces estás de
camino.
−Gracias, Ñito, ¿pero de verdad crees que estás al
final de algo? ¿Que no hay un mas allá?
−No importa lo que halla por delante, sentaros con
nosotros y descansar un poco. Quitaros las mochilas y el calzado.
−Gracias Glen por esperarnos y no tener prisa
alguna. Apetece sentarse y charlar un rato. Venid, hagamos una media luna.
En la playa dorada del final de los tiempos las
arenas recogen de las calmas olas los despojos aceptables de los cansados
caminantes. Y en las oscuras aguas las pirañas de bonitos colores orgullosas exhiben
sus bruñidas escamas y sus afilados dientes mientras dan la espalda a su ignoto
Creador.
Una lámina casi invisible de cosas vivas e
inteligentes se despliega ante los ojos atónitos de los peregrinos mostrando
caminos y obras, propios y ajenas. Un arte sin mente teje ante ellos el esquema
de las vidas y el tiempo, médula del movimiento, es brillante pergamino.
Romeros y peregrinos de todos los tiempos llegaron
hasta este lugar con sus cánticos e instrumentos musicales atravesando los
bosques de la entonces verde España. Una babel de gentes pisó las mojadas
arenas cantando a las nacientes estrellas y augurando venturas y amores sin
fin.
Tan solo los trece peregrinos permanecen, sentados
en semicírculo, mientras los últimos rayos del sol doran las agujas de los
cercanos pinares. Una calma insólita y un silencio profundo gobierna el
instante infinito en que cielo y tierra, agua y aire, parecen fundirse en una
inmensa pantalla cinematográfica.
Lejos de sentir temor alguno una sensación de dicha
inmensa invade cada poro, cada célula de los peregrinos, cuando la pantalla se
acerca aceleradamente a ellos. La realidad se transforma de algo inerme y fijo
en un movimiento del universo mismo; la pantalla llega hasta ellos y pasan al
otro lado.
− ¡Pero no corras tanto! ¡No corras perruca! Tienes
toda la playa para ti. Miento, hay un corro de gente sentado en la playa.
Tenemos que darnos prisa se está haciendo de noche. Les saludamos y recorremos
la playa a toda prisa, ¡eh! Corre a saludarles; parecen peregrinos con sus
mochilas a un lado.
Corre el viejo peregrino, sujetando con una mano el
sombrero de fieltro con la otra el bordón; corre detrás de la perrita hasta el
grupo de gentes sentadas e inmóviles cerca del mar. Al llegar a pocos pasos una
intuición le hace frenar casi en seco; la perrita comienza a aullar y correr
alrededor del grupo. Lentamente se acerca hasta ellos y deja caer sus cosas en
la arena; él mismo se siente derrumbarse y cae de rodillas junto a sus cuerpos
inermes.
Lloró, lloró en el fin del mundo por su alma
destrozada, desgarró la última esperanza de alcanzar una verdad suficiente y
una vida plena. Haciendo un gran hoyo con sus manos desnudas simuló su propia
tumba y tendiéndose en ella esperó para volver a la vida verdadera dejando su
escasa inteligencia como regalo a las arenas y su alma al polvo de las
estrellas del cual surgió.
Desgarrándose, en el suelo tumbado, con su fiel
perrita compañera a un lado, quedó musitando el viejo peregrino para sí mismo.
−El león y la gacela dormirán juntos como dormiremos
hoy tú y yo, perrita. Llegué tarde. Se fueron sin mí. No me conocían. Nunca me
vieron.
Las horas celestes mueven las estrellas y sobre su
pecho desfilan las constelaciones, el silencio se adormece por el rumor de las
olas lejanas y tan solo una lechuza lejana se atreve con su antiguo ulular. De
improviso la perrita se despierta y comienza a ladrar fuertemente y a dar
brincos corriendo de aquí para allá. Despierta el viejo peregrino de su
profundo ensoñar y se reincorpora quedando sentado en la arena.
− ¿Qué ocurre? ¿Por qué ladras? No hay nadie, nadie
vivo, no te asustes, ven conmigo. Ven.
La perrita se acerca a su lado sin parar de ladrar
hacia el camino que baja hacia la playa hasta que ambos ven venir hacia ellos
una pequeña luz dorada.
− ¡Una candela! ¡Una candela! Como cuando te encontré,
perruca mía. Quieta, quieta, que la espantamos.
Pero la perrita sale disparada corriendo en dirección
contraria alejándose del hombre.
No le da tiempo a incorporarse y comprende enseguida
la razón de la huida de su fiel compañera. Son miles, ¡son millones! De candelas
luminosas, de todos los colores habidos y por haber, que bajan del bosque;
antes de que pueda decir ni palabra le han envuelto por completo. Un turbión de
luz se abate sobre ese rincón oscuro de la playa, y gira, y gira.
Los rayos del sol consiguen levantar la bruma marina
justo al tiempo que un matrimonio de veraneantes baja con sus chavales a jugar
y pasear por la playa una mañana de agosto. Algo llovió de madrugada y parece
que hubieran lavado el mundo, al frescor de los pinos se une el yodo del mar
para lograr una agradable fragancia, cuando uno de los niños llama a gritos a sus
padres.
− ¡Venid! ¡Venid corriendo! Han debido de estar de
fiesta esta noche en la playa y han dejado aquí la ropa. ¿Se estarán bañando? No
veo a nadie.
Cuando los padres, extrañados, se acercan al rincón
que les indican los niños encuentran un semicírculo de ropas, calzado,
mochilas, relojes, efectos personales de trece personas y en el centro del
grupo un largo hoyo con los efectos personales de otro más.
−Serán las cosas de un grupo de
peregrinos que se quedaron a pasar la noche en la playa; dice la mujer. Y se va tras los niños que estan corriendo playa adelante.
Pero el hombre va inspeccionando uno por uno, con
calma, los insólitos montones, su ordenación, sus efectos personales, cuando,
tomando un pañuelo de cuello del suelo, grita a su mujer:
− ¡Paola! ¡¡Paola!! Llama a los niños que vengan
corriendo. Rápido, venir.
− ¿Qué ocurre? Estamos mirando a ver si los
encontramos; no pueden haber ido lejos. ¿Qué ocurre, cariño? ¿Qué es eso que
tienes en la mano?
−Es el pañuelo de mi club náutico que le regalé a Sebastián;
aquí están sus cosas y las demás. Llama a la guardia civil. Yo recogeré a los
niños.
Adiós luciérnagas benditas, buen Camino. Os acompañaré cuando Dios quiera.
Con este cuento terminan las historias del Camino de las luciérnagas pues no tengo pensado escribir más; confío que pronto podáis tener en vuestras manos la edición escrita. Si alguno de vosotros quiere dejar algún comentario o escribirme le contestaré encantado.
En este blog iré poniendo mas cosas dedicadas al Camino de Santiago y a las gentes que lo hacen posible. Gracias por vuestras visitas al blog y buena suerte.